En el marco de las restricciones económicas y cambios tecnológicos, la cooperativa COTAS de Santa Cruz, emblema del modelo cooperativista, ha decidido para este año 2024, ahorrarse Bs. 40 millones anuales en salarios del personal que ampliamente superó la edad de jubilación, invitando a retiro a su personal y pagándoles sus beneficios sociales.
Por otra parte, los médicos y trabajadores de salud
que pertenecen a la planilla del Ministerio de Salud acaban de parar la semana
pasada por 48 horas y ahora lo hacen por 72 horas más, ante la amenaza del
gobierno de jubilarlos a los 65 años de edad. El sector considera que jubilarse
en el sistema público es una decisión personal y no puede existir norma que así
lo disponga.
Ambas situaciones descritas nos conducen a una pregunta
controversial ¿En qué momento debemos jubilar a los profesionales del sector
público? La respuesta podría ser sencilla si recurrimos a la teoría económica. Cuando
la productividad marginal sea menor al costo del factor de producción. Significa
que a cada trabajador se le paga de acuerdo con la cantidad adicional de
producción que puede generar. No obstante, en un mundo real la situación es mucho
más compleja y además conflictiva.
Algo que parece absolutamente racional y justo, se
torna polémico cuando financiamos los salarios con presupuestos públicos y sin
costos de jubilación, entonces: ¿Cuál sería el momento óptimo, desde el punto
de vista del bienestar de la sociedad, de jubilar a un docente universitario,
médico o maestro público? Además, en un contexto altamente político, de ausencia
de carrera administrativa que privilegie el mérito y también de alta
conflictividad por la capacidad de movilización de los sindicatos que
interrumpen, como en salud, servicios imprescindibles para la sociedad.
Si la premisa es contar con servidores públicos
reclutados por meritocracia y no por una burocracia de baja calificación, necesitamos
los mejores médicos, docentes universitarios y maestros, estos deberían ser
graduados con las máximas distinciones, expertos en sus campos de especialidad,
con maestrías y doctorados, ojalá en universidades internacionalmente reconocidas,
profesionales de referencia en su campo de trabajo; capaces de publicar “papers” o apalancar recursos de
investigación a través de plataformas y redes internacionales de transferencia
del conocimiento. Estos deberían ser las particularidades exigidas a
profesionales contratados y pagados por los tributos de una sociedad, máxime para
docentes y personal médico.
Los devaluados montos
de jubilación no son un incentivo para pasar a la vida laboral pasiva; además, el
tema se maneja en un contexto con normativa laboral propia de la década de 1950,
vía el escalafón en educación (1957), la autonomía universitaria (1953)
contradictoria con la demanda el siglo XXI (modalidades telemáticas,
asincrónicas, multi-sensoriales y bajo un esquema de remuneración por desempeño,
entre otras), persisten en mantener la inamovilidad funcionaria en tiempos de alta
rotación, y tecnologización que expone aún más las falencias cuando el personal
no está debidamente calificado.
En resumen, el
momento óptimo para la jubilación de un docente universitario, un profesional
médico o un maestro varía según factores individuales y contextuales. Sin
embargo, ante la evidencia de las últimas décadas, resulta poco digno retirarlo
por la evidente pérdida de sus facultades o perpetuarlo tan sólo por su antigüedad,
criterio ciego y nocivo para premiar el demérito y bloquear a nuevos
profesionales que incorporen nueva tecnología, conocimiento especializado e
innovación.
En última instancia, la
edad de 65 años no tiene por qué ser la única “métrica” a la cual deben
jubilarse los profesionales, pero también es cierto que no puede depender de
una decisión individual acogerse al retiro cuando existen de por medio financiamiento
estatal. Retirar al personal improductivo es un deber cuando se administra lo
público.
La mirada homogenizante
impide reconocer las particularidades de cada sector y cada profesional; sin
embargo, es impostergable persuadir e insistir por la medición, por evaluar
objetiva y periódicamente el desempeño del profesional público, que limite la
tendencia a sobrecargar los ítems con personal político de baja aptitud, con
mayor razón si están pagados con recursos públicos y ante la impostergable necesidad
de servicios públicos de mejor calidad.